Existió una vez una perspicaz sociedad,
en un pequeño planeta azul, de una galaxia llamada la “via lactea”. Una
sociedad sabia en el arte de la crueldad, cuya economía sostuvo por sobre la
existencia de inocentes a quienes llamó animales o, incluso, sobre sus propios congéneres.
Una sociedad profunda en ignorancia, que privilegió la destrucción de su entorno
y se amigó hondamente con algo a lo que llamó dinero. Cuya desidia descargó en
manos de un Dios imaginario su existencia, sin entender que Dios es: río, árbol,
aire, animales jugueteando libres en una pradera; ternura y caricias de seres queridos.
A quien la avaricia le ganó el juego, ennobleciendo los lujos por encima de la
vida. Aquellos instruidos en la mediocridad, la vanidad y la hipocresía, con un
existir tan vacío que el llanto fue su egoísta constante. Quienes pintaron de idearios
matices su realidad, con la única fortuna de ser demasiados como para lograr
extinguirse. Seres sin identidad regocijados en falsos agoreros y caudillos. Carentes
de patrones morales, ya que los únicos fueron inventados por ellos mismos. Maestros
del señalamiento a los demás, de la perfección plástica, del engreimiento extremo.
Un ejército de infecundos insensatos, con la barbarie como única lógica. Con la
ironía como maestro de ceremonia. Satisfechos cófrades sin distingo alguno: víctimas
y verdugos; esclavos y terratenientes, sometidos y abusadores, en idénticos campos,
calles, oficinas y cuarteles. Seres públicos sin identidad privada, seres privados
sin conciencia pública. Disfrazados de especie civilizada para ocultar sus
propias verdades.
Empero, a la postre, perdidos en un efímero tiempo universal, porque
incluso la ignorancia, no dura por siempre.
Germán Camacho López
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